Decir que este 2019 será un gran año para el cine chino es quedarse corto. No habrá top de cinéfilo que se precie que no incluya algún título de estas latitudes. Y tendrán donde elegir: la tristeza infinita que deja ese harakiri de todas las ilusiones que es An elephant sitting still (Bo Hu, 2018), el lento mecerse del tiempo y los amores baldíos de Largo viaje hacia la noche (Bi Gan, 2019) u otra película río sobre supervivencia, traición y falta de empatía de Jia Zhangke (La ceniza es el blanco más puro, 2018).
Dentro de este panorama tan alentador y en constante transformación, hablar de repente del cine de Zhang Yimou quizás pueda sonar hasta retrógrado. Casi un ejercicio de nostalgia, como si el más reconocido de los realizadores de la quinta generación hubiese desaparecido del radar definitivamente. Y la verdad es que hay razones para el escepticismo, para el olvido progresivo del que fuera piedra de toque de la avanzadilla asiática, hoy del todo consolidada.
Aunque estemos acostumbrados a que en los últimos tiempos sólo se resalte ya el empaque visual de sus filmes, lo cierto es que Yimou fue y es uno de los grandes nombres de la cinematografía internacional. Y lo es por títulos como Sorgo rojo (1987), La linterna roja (1991) o El camino a casa (1999), posiblemente su película más hermosa (y eso es mucho decir en un director que ha hecho del acabado formal su marca de fábrica).
Más de 30 años de carrera que vivieron un brusco giro hacia lo comercial con la llegada del nuevo siglo. Tras firmar su película más personal y “pequeña” (Happy Time, 2000)), Yimou se apuntó al revival del wuxia más colorista (a rebufo, para qué negarlo, de Tigre y dragón (Ang Lee, 2000)) y rodó un desparrame hiperesteticista tras otro: Hero (2002), La casa de las dagas voladoras (2004), La maldición de la flor dorada (2006) y la colosalista e indigesta La gran muralla (2016), su peor película hasta la fecha.
Así fue como su cine dejó de importar, poniendo muchos de nosotros en práctica los presupuestos del freudianismo más demodé (matar al padre). Porque para un ingente cantidad de aficionados, Yimou y sus deslumbrantes miradas a aquella China que quería dejar de ser meramente exótica constituyeron la puerta de entrada a un cine oriental que se calificó como de autor, sí, pero que aspiraba a mucho más.
Sombra, en ese sentido, contiene destellos del Yimou más memorable. El que se tomaba su tiempo para contar las cosas pero también el detallista y virguero. Una película tomaba por el agua y con tanta gama de grises como el relativismo moral manejado por su traumatizado trío protagonista.
Si ya Kurosawa nos regaló un retrato sublime sobre los sacrificios de quién tiene que pasar por quien de ninguna manera es (Kagemusha, la sombra del guerrero (1980)), ahora el director de Xi’an nos plantea otra transacción imposible, otro trueque de vidas sádico y cruel.
Un comandante militar con ambiciones inconfesables (substituir a su rey, caprichoso e inmaduro) decide cubrirse las espaldas desde el principio, moldeando a su imagen y semejanza al que precisamente será su alter ego; apenas un niño rescatado de las calles al que someterá a un entrenamiento inmisericorde con vistas a substituirlo en el mismísimo campo de batalla. La única que está al tanto de esta confabulación a muy, muy largo plazo es su propia mujer, escindida entre la lealtad marital y la obligación de simular continuamente deberse a otra persona.
Con la excusa de una conquista largamente ansiada (la toma de la ciudad de Jing), los acontecimientos se precipitarán. El doble deberá de batirse con un enemigo temible (que derrotó tiempo ha a su maestro y pigmalión), cuestionando para ello de manera abierta la autoridad de su monarca y convirtiéndose en protagonista de unas intrigas palaciegas que no está claro qué beneficio le pueden reportar a él, doble de alguien durante tanto tiempo… que ya no recuerda siquiera en qué consistió su vida anterior.
Hemos visto Sombra muchas veces. Las reglas del género son bastante rígidas: ambición, traición, malabares con cuerdas, aparente desorden expositivo y moraleja ambigua. Los señores pocas veces son dignos de sus vasallos en el wuxia, un género que tras el triunfo del comunismo debió de refugiarse en las vecinas Taiwan y Hong Kong. Los malos tiempos pasaron: el régimen, necesitado de abundante cosmética, ha visto desde hace tiempo el filón comercial en esta vuelta al conspicuo y confortable feudalismo chino, tratando de forjar una marca-país al más puro estilo Cool Japan.
La película de Yimou -situada siempre en este contexto- es un ejemplo notable de filme de época, tan sobrada de medios como siempre pero sin abrumar al espectador con cámaras lentas y cansinos barridos sobre tropas propias y enemigas. Sí, hay algún que otro exceso digital y un clímax algo atropellado, pero el conjunto está equilibrado y se hace digno de la leyenda de su hacedor.
Porque Sombra es mucho más que lluvia, largos pasillos con consejeros confucianos a ambos lados y catacumbas donde aguarda un Segismundo herido en su amor propio. Zhang Yimou consigue contarnos una historia que nos recuerda a sus odiseas primigenias, aquellas que protagonizase Gong Li: personajes abandonados en un mundo y una época que les supera.
Maestro y pupilo distan mucho de cultivar una relación fundamentada en el respeto mutuo. El primero está emperrado en cumplir una hoja de ruta egotista y suicida, mientras el segundo comienza a trocar la admiración por el desprecio infinito. Todo lo que ha aprendido se le ha inculcado con un único objetivo: servir de cebo, ser un peón más en una partida de ajedrez en la que blancas y negras le importan igual de poco.
Con un final digno de hecatombe en palacio danés shakesperiano (salpicado de giros, supercherías desveladas a última hora y una bonita alfombra de cadáveres), Sombra podría significar el retorno del Yimou más interesante de no ser por un pequeño detalle: en realidad ha vuelto a hacer lo mismo que lleva haciendo estas dos últimas décadas. Un cine grande con demasiados ecos de aquél otro cine intimista, sensible y, sin embargo, igualmente brutal.
Zhang, olvídate de tanto señor del acero y vuelve a la mujer.