Hace poco tuve la oportunidad de ver la segunda película de la Bigelow: Los viajeros de la noche (1987). Se trataba de una discreta muestra de cine fantástico, pero con una escena francamente notable rodada en el interior de un bar, muy superior al ulterior despliegue de lugares comunes y escenas descacharrantes por su inverosimilitud argumental.
Existe una indudable querencia por los espacios cerrados en el cine de esta californiana nacida a principios de la década de los cincuenta. Se observa en ese encierro-matadero prácticamente calcado al posterior alarde de violencia-cool de Asesinos natos (Oliver Stone, 1994), protagonizado aquí por unos licántropos macarras y poco amantes de la planificación. Pero también Acero azul (1990) era un filme de terrores caseros (casi de pasillo) y Días extraños (1995) contaba con la angustia del disfrute solitario de las experiencias extremas de los otros. ¿Y qué decir del soberbio asalto al búnker de Osama Bin Laden en La noche más oscura (2012)? La oscuridad y los reservoir dogs –más incluso que en el caso de Michael Mann- son el reino de Kathryn Bigelow.
Aunque profesionalmente la directora había alcanzado el cenit (Oscar incluido), os reconoceré una cosa: no me convencieron las muy bien interpretadas y mejor filmadas En tierra hostil (2009) y La noche más oscura (2012). Conformaban ambas una dupla de ideología soft, un intento de antiépica alrededor de la intervención militar de su país en Irak, Afganistán o Pakistán y la caza del hombre organizada inmediatamente después del 11-S. No, no eran apologías de nada. Pero su pretendida equidistancia ideológica no me pareció tal; funcionaban más como un intento acrítico de hacer un ensayo pretendidamente verista.
Detroit, en ese sentido, es una cosa bien distinta. Alejada de las medias tintas, la cinta es un durísimo documento alrededor de la violencia policial, centrada en un suceso ocurrido hace medio siglo, pero –qué duda cabe- con dolorosas similitudes con el estado de la cuestión en los USA de hoy.
La primera media hora de película vendría a ser un Peter Greengrass callejero y caótico: cámara en mano, Bigelow nos mete en la película arrastrándonos de los pelos y situándonos en mitad de una ola de disturbios, allá por el verano de 1967. La redada en una cantina termina por calentar los ánimos en la calle 12. Policía local y del estado, guardia nacional… cualquier refuerzo es bien venido para tratar de contener un estallido de ira y violencia rayana en brote anarquista.
De soslayo, sin énfasis, nos va presentando a los protagonistas: un ex combatiente del Vietnam pluriempleado, un supremacista blanco con placa y de gatillo fácil, el integrante de un grupo vocal a punto de obtener su primer contrato discográfico o un par de adolescentes blancas disfrutando de su espejismo de libertad sesentera. Convencidos, militantes y equidistantes. Gente de cacería y pacificadores en prácticas. Víctimas, verdugos y mirones.
Y a todos ellos los encierra juntos en un anexo del hotel Algiers, remedo de casa de los horrores a lo Perros de paja (Sam Peckinpah, 1971). Sólo que aquí no hay que protegerse de una amenaza exterior: el diablo ya está dentro y se va a dedicar durante la siguiente hora y media a humillar, apalear, torturar y asesinar a unos perfectos desconocidos. Negros, por supuesto.
El gran acierto del filme radica en hacer la situación absolutamente insoportable para el espectador. Somos nosotros los que estamos contra la pared, siendo violentados por unos tipos enfermos de odio, embarcados en una cruzada personal por… ¿pacificar las calles? No, en absoluto: su único objetivo es aprovechar el estado de excepción para enardecerse en su ideología racista. Convencidos, además, de poder evitar cualquier consecuencia.
En un ejercicio casi hanekeniano, este disfrute (en lo cinematográfico) / sufrimiento (en lo emocional) está plagado de subidas y bajadas: intentos de huída, individuos que son separados del resto para someterlos a simulaciones de ejecuciones sumarias, muchachas de las que se quiere abusar y no se sabe cómo, ciudadanos, en suma, abandonados a su suerte en una razzia de miembros del Ku Kux Klan disfrazados de servidores del orden público.
Tras el terror, el juicio para limpiar conciencias. Como ocurre con recurrente asiduidad, el proceso concluye con una sensación de injusticia aplicada sin rubor. El negro convencido de poder integrarse en esa sociedad todavía segregada -siempre y cuando sea capaz de cumplir sus normas- se da cuenta de su error. Aquél que soñaba con llenar teatros cantando a capella con sus amigos se ve incapaz de superar el trauma de aquella noche. Y los matarifes, indemnes, abandonan el tribunal con el pecho henchido y la impunidad por bandera.
Cuando se disipó el humo y concluyó el toque de queda, los disturbios de aquella semana de julio se habían saldado con 43 muertos y más de 2000 heridos. Los EEUU debían de hacer frente a una evidencia: la ley de los derechos civiles debería contar, para su aplicación efectiva, con unas fuerzas del orden público que entendiesen el significado de equidad y proporcionalidad en el uso de la fuerza. Y en ello andan, todavía, en este 2017.
Desde finales de los años cincuenta, en que era la cuarta ciudad más poblada del país, Detroit ha perdido más de un millón de habitantes. Esta disminución de población se acabó traduciendo en la bancarrota del Ayuntamiento, que ha abandonado a su suerte barrios enteros. El gueto perpetuo persiste, habitado por todos aquellos que ya no pueden ni huir de un territorio donde el trabajo remunerado se ha convertido en quimera.
Kathryn Bigelow nos entrega su mejor filme hasta la fecha, ese cine que nace de la indignación y crece y crece hasta convertirse en testimonio de una época. Un pasado que aquí deviene coartada perfecta para ilustrar el presente: en el espectador al tanto de la actualidad norteamericana dejará el regusto amargo de la tropelía repetida, de la reiterada noticia que ya no lo es.