La primera incursión en el medio televisivo de Juan Cavestany, paladín de la extrañeza y la idiotez implícita en cualquier rutina social inmutable, viene a ser una lectura en clave comercial de su trilogía cinematográfica de culto (Gente de mala calidad (2008), Gente en sitios (2013) y Esa sensación (2016)).
…y con esta afirmación ya sé que más de uno os habréis puesto en guardia. Porque las ganas de llegar a más gente acarrean, la mayoría de las veces, una rebaja en los preceptos fundacionales, una quita de la apuesta autoral. Buenas noticias: en Vergüenza no es el caso. El absurdo sigue ahí, aunque algunos echaréis en falta la fuga abiertamente surrealista, la tontería estirada al máximo sin voluntad alguna de moldear el sacrosanto gag.
Salvando las distancias, Cavestany hace de David Lynch y su socio en este invento, Álvaro Fernández Armero, de Mark Frost. Irracionalidad y cordura (o al menos cierta templanza) aportada aquí por un director al que hemos visto últimamente vagando de serie en serie (de Doctor Mateo (2009-2011) a Allí Abajo (2016-2017)), pero que fue responsable en los noventa de un par de dignísimas comedias (Todo es mentira (1994) y Nada en la nevera (1998)).
Por partes. El protagonista de Vergüenza (soberbio Javier Gutiérrez, en este que sin duda será el año de su consolidación y reconocimiento) es lo que la mayoría de nosotros entenderíamos por un perfecto imbécil. Sin eximentes ni milongas. Un tipo insufrible que anda por la vida convencidísimo de su valía: sin complejos, sin abuela, sin muchas luces, sin… sin vergüenza.
Nuria, su santa mujer, lo observa con una estupefacción no exenta de secreta admiración: “ay, es que mi Jesús es muy echao p’alante”. Quizás demasiado. Hasta que en ella misma empiece a crecer la sombra de la duda (aquí más que razonable): ¿no me habré emparejado con un minusválido emocional? ¿No seré yo también, a mi manera, una metepatas reincidente?
Ella es la primera en abandonar el cuento de hadas, en romper la alienante burbuja de la sandez compartida. En darse cuenta de que su rey hace tiempo que vaga desnudo por una sociedad inmisericorde con los torpes. Ve como su atrevida ignorancia se manifiesta en cualquier situación, sin el menor sentido de la medida o del ridículo y cada vez –y esto quizás sea lo más preocupante- con mayor frecuencia. Nuria, anonadada, se verá sometida a un baño de realidad de dolorosas consecuencias para su ya bastante vapuleado ego.
Pero Jesús no es un simple gañán en la amplia tradición torrentiana. Jesús es redimible y el espectador así querrá creerlo, porque un juicio demasiado severo hacia su persona podría llevarle a parejas conclusiones sobre su propia solvencia social. Él es el antiguo camarada que te hace maldecir hasta la hora en que lo conociste en aquél lejano curso de EGB, el compañero de trabajo que confunde la sinceridad con la ausencia de una necesaria autocensura, el amateur convencido de ser un profesional. Él, amigo mío, es ese españolito medio que a veces mira sin ver, opina sin pensar o anda con paso firme pisoteando callos ajenos. Tan próximo. Tan reconocible.
En realidad el personaje recuerda mucho al Michael Crawford de Some Mothers Do’Ave’Them (1973-1978), aquél pusilánime que portaba consigo el caos y la destrucción a cualquier escenario imaginable. En esa misma tradición, Jesús provocará el espanto en una clase de inglés, la reunión de vecinos, la piscina del SPA, el tanatorio, la cena con el suegro o la escapada dominguera a la sierra. Es cuestión de tiempo y su mujer lo sabe: un mohín, una palabra inadecuada, un comentario pretendidamente sutil que será recibido por el interlocutor como lo que en realidad es: un insulto apenas velado.
Para más inri, el bueno de Jesús se cree artista. Artista por descubrir, claro. Su profesión actual –fotógrafo de bodas- no es más que ese eterno empleo alimenticio, penitencia a cumplir hasta que su momento llegue. Porque llegará, de eso está convencido.
Su compañero de avatares –el gerontofílico Oscar, operador de la steady en bautizos, comuniones y cumpleaños miméticos- le sigue el juego, cubriéndole las espaldas ante una clientela incapaz de salir de su asombro. También hace de representante ante las galerías de arte, lugar al que peregrina con la serie fotográfica que le aportará la inmortalidad a Jesús: ‘contrastes’. De una simpleza digamos que… desarmante.
Vergüenza triunfa con descaro en su indecoroso propósito de hacernos sentir un profundo desprecio por la condición humana, así como un apuro insufrible –lo que viene siendo vergüenza ajena, vamos- ante algunas de las ocurrencias de este personaje inasequible al desaliento. Porque da igual las veces que patine o aterrice de bruces: Jesús se volverá a levantar y no tardará en elevar la apuesta y hacer de su siguiente desliz un monumento a la idiocia descontrolada.
Cavestany, en la tradición del mejor Berlanga, utiliza a este dinamitero de los usos sociales para mostrarnos también otras conductas –individuales o colectivas- igualmente reprobables: desde la crueldad mental de una novia convencidísima de sus encantos al asfixiante emporio de lo políticamente correcto, sin olvidar ese regodeo en la ineptitud ajena como patética forma de autoafirmación.
Al final, con todo, Cavestany y Armero cometen el error de caer en el enamoramiento. Su monstruo es tan perfecto que apuestan por el camino de la exoneración y la libertad sin cargos en los tres últimos episodios. Cuando el espectador se ha acostumbrado a la dinámica de la serie (mejor cuanto peor), vislumbramos un resquicio de esperanza en su torpeza congénita, un pálpito de humanidad que puede reinsertarlo en esta abúlica colectividad.
Y casi nos disgusta. Porque educado en el sadismo, el espectador puede acabar descubriendo la misma verdad que esta detrás del triunfo del formato de los realities: la miseria ajena sin dosificar nos lleva a creernos nosotros mejores personas. Aunque sólo sea por comparación, oye.